Y
llegaron las primeras cifras, las primeras estadísticas, después de que dejarán
de ser un resfriado común. La mayoría de fallecidos eran personas mayores.
Y
respiramos internamente los que no nos hemos hecho unos niños grandes con el paso
del tiempo. A los niños de corta edad no les afectaba. Por el contrario eran
los que más podrían contagiar.
En
fin, son mayores, abuelos y abuelas, padres y madres de alguien. ¿Qué le íbamos
a hacer? Ya habían vivido su vida, ¿no?
Si
al lector no le gusta lo que digo hasta aquí, le animo a que no siga leyendo,
porque menos le va a gustar lo que sigue. Si lo hace, bien. Y le agradeceré la
lectura hasta el final. Ni una cosa ni la otra es mala ni buena. Es su
decisión.
Un
virus selectivo que se lleva por delante a la población que ya no es productiva
y que le cuesta al Estado un dinerito en pensiones. Bueno, al fin y al cabo,
eran viejos.
Nuestros
mayores, los más afectados por el Covid19 han muerto SOLOS. Y, lo hemos
consentido. Sí, no hay otra palabra para definirlo mejor. Como obediente ovejas
del gran rebaño.
HEMOS CONSENTIDO
que nuestros mayores, nuestra familia, que perdieron su batalla ante el enemigo
invisible, hayan estado SOLOS en los últimos momentos de su lucha.
Desde
el primer minuto en que se decidió el “cierre de puertas”, la consigna fue
clara: no se permiten acompañantes, para evitar más contagios. ¡Qué gran
falacia!
Digan
que por falta de medios: de batas, de gorros, de mascarillas,…De todo ese
material desechable que se usaba para entrar y visitar a un enfermo
diagnosticado con una enfermedad contagiosa. No hace tanto. Claro!, eso pasada
en la antigua realidad, no en la nueva.
¿Cuándo no se ha podido
entrar a acompañar a un familiar, amigo, diagnosticado con una enfermedad contagiosa,
debidamente protegido?
Es
cierto que faltaban material sanitario básico, (ese se nos ha dicho), por falta
de previsión, o del motivo que sea del que alguien es responsable. Ha faltado
para el personal sanitario que está en primera línea, convirtiéndose ellos y
los hospitales en uno de los centros de mayor foco de infección. La línea
Maginot de la nueva guerra.
Pero,
ese es otro tema que merece ser tratado aparte. Falta de previsión falta de
toma de decisiones inteligentes. Toda la versión oficial de los hechos, de la
historia que se quiera y más. Yo, lo siento, no me lo trago.
La
población también hemos tenido que inventarnos mascarillas caseras para nuestra
autoprotección.
¿Qué
Estado es este que deja a su suerte a toda la población, sana, asintomática o
enferma?
Pero,
volvamos al tema. Las autoridades han dicho y han decidido. Y nosotros hemos
consentido, hemos dejado morir en la mayor de las soledades a las personas que
pasaron una guerra, una postguerra, una dictadura, que se destrozaron la salud
trabajando parar prosperar ellos y sus familias, nosotros sus hijos y nietos. Y,
de paso, el país.
¿Cómo
lo hemos agradecido? Cumpliendo con una consigna indignante.
No
soy quien para decir cómo se debería haber reaccionado la gente a la que le ha tocado
perder a un ser querido en estas circunstancias. Ellos mismos no han podido
despedirse, Y, eso, psicológicamente pesa y pesará mucho más que en un duelo
normal.
Sí
puedo decir lo que yo hubiera hecho: hubiera estado allí, bajo mi
responsabilidad, firmando todas las declaraciones de excepción de
responsabilidad que hubiera hecho falta; buscándome la vida para conseguir esas
medidas de seguridad básicas que ahora se vende a precio de oro. Pueden que me
hubieran tenido que sacar a la fuerza. Puede que me hubieran echado. Pero, nunca,
acatado sin más órdenes que, hasta un soldado en estado de guerra puede y debe
desobedecer cuando van en contra sus creencias, de la moral, la ley o derechos
fundamentales.
No nos podemos
amparar en el “hemos cumplido órdenes”.
Hemos sido cómplices. Ya no le eches la culpa al gobierno, el estado el
decreto de estado de alarma…No. Aquí el responsable hemos sido cada uno de
nosotros. Y, ya no me refiero a la masa social maleable que sale a aplaudir a
los balcones. Ya no me refiero a la cobardía que como colectivo nos han
inoculado, ni al hecho de que nadie va a levantar la voz a sabiendas de que se
va quedar solo.
Y, ¿si hubieran
sido los niños el segmento de la población al que este maldito bicho atacaba
con más ahínco? ¿Hubiera habido más protestas, manifestaciones? ¿Los padres se
hubieran unido y se hubiera llamado a la desobediencia civil? Esos mismos padres,
hijos de otros padres. Es cierto. El tema es delicado, ya que no hay imágenes
más aterradoras que la de un niño enfermo, el mayor de los inocentes en un
conflicto bélico. Algo en nuestro interior, de forma innata, tiende a
protegerlos. Hablando en términos de fría sociología, son nuestro u futuro. Y,
la pérdida de un hijo de corta edad, que apenas ha comenzado a dar sus primeros
pasos en este incierto Mundo es un golpe mucho más duro que el traspaso a otra
vida u otro mundo de alguien de setenta u ochenta años. Pero, nos estamos
pasando por alto algo sagrado: el derecho a la vida de TODOS, y llegado el
momento, el derecho a una muerte digna.
Les hemos quitado
lo último que a un ser humano se le puede quitar en sus últimos momentos en
este mundo. Su dignidad ante la muerte.
Otro experimento
social que ha sido resuelto con éxito.
Un virus muy
selectivo que deja nuestras consciencias tranquilas.
11/05/2020
* Artículo publicado en el núm. 3 de la Revista Identidad, https://bit.ly/36NCNsM en la que tengo el gusto de colaborar. Quien me conozca se puede sorprender de que colabore una revista con una línea marcadamente conservadora. La razón es sencilla: el respeto a la libertad de pensamiento y de opinión, y la convergencia en el sustrato de valores que compartimos, si bien, a veces partiendo de premisas diferentes. El editor, conocedor de mi manera de pensar, me invitó a participar sin ningún tipo de censura en mis colaboraciones. La grandeza del respecto mutuo a la diferencia de pensamiento, creencias religiosas, ideas políticas o posicionamiento ante la vida, sin imposición de una a otra, es algo de un inconmensurable valor en sí mismo.