domingo, 9 de febrero de 2020

Jueves, 16 de febrero de 2017

Son las nueve de la noche. He llegado a casa hace media hora y me he estirado en la cama.

Suena el móvil. Alguien que se presenta como la doctora “nosequé” dice mi nombre en un tono bajo, como aquél que sabe que va a dar una mala noticia, de esas que no hay forma de darlas. ”Siento comunicarle que su madre ha muerto”.

Salté de la cama gritando: “debería haber estado allí”. Me vestí como una loca repitiendo “debería haber estado allí”. Mientras, mi compañero en la vida desde hace unos meses me miraba, también se vestía, a la vez que intentaba calmarme.

Salí corriendo. Sabía que él venía detrás, pero no lo esperaba. Corría, corría. “Debería haber estado allí”. Hacía media hora que había vuelto del hospital, después de pasar la tarde haciendo gestiones. De vuelta, un impulso me hizo entrar en la rectoría para hablar con el párroco de la iglesia donde quería que se oficiara el funeral, porque era la más bonita de la ciudad. Llevábamos tres meses de agonía, pero fue esa la tarde en que visité al párroco.

Llegué sin aliento a la residencia hospitalaria. Y seguía gritando: ”debería haber estado allí, debería haber estado allí”.

En la esquina de la habitación, en una silla, sin moverse, estaba mi padre.

En la cama del  hospital, el rostro sereno sin vida de mi madre. La abracé.

Unas manos cariñosas y compresivas quisieron cogerme por los hombros, pero yo los rechacé, rota de dolor.

La aprensión que siempre había tenido a ver un cadáver ya no existía. Esta vez la muerte no se había paseado por la calle de al lado. Esta vez no era otro el muerto. Esta vez era mi madre.

Miraba su cara, su cuerpo. Sobre todo su cara. ¡Qué cosa tan curiosa! El halo de vida que sentido a todo se había ido. Ella se había ido. Cansada, enferma, después de una vida con más sufrimiento que alegrías, sacando fuerzas de flaquezas y tirando de todos nosotros. Se fue.

Y, a partir de ese momento, empezaría el vacío para los vivos de este mundo.

Su rostro estaba sereno, pero diferente. Ya no estaba allí. Descansaba dios sabe dónde, y deseé con toda mi alma que desde ese primer segundo en que nos dejó encontrara la paz y la felicidad que poco encontró aquí.

Era raro, extraño, diferente, ver el rostro de mi madre muerta, tantas veces visto, pero ahora  tan diferente. Se me escapaba de la comprensión y se me escapará siempre. Esa imagen me acompañará en mi memoria, aun sabiendo que se diluirá con el tiempo, ahora tan nítida.

Un pálpito interior muy fuerte me decía que murió a los cinco o diez minutos de abandonar la habitación y dejará allí a mi padre, que hacía poco que había llegado.

Esa media hora que tardé en recibir la llamada fue lo que tardó la enfermera en entrar en la habitación, haciendo su ronda habitual. Se acercó a la esquina donde estaba sentado su marido y le dijo “voy a avisar al médico, su mujer ha fallecido”. Eso me dijo.

Si se había dado cuenta o no, ni lo sé ni ya importa. Lo que tengo claro, es que él entró en la habitación, se sentó en la silla y de allí no se movió hasta que yo llegué de nuevo. No me extrañé. Es su manera de estar, no sabe otra. Si ni siquiera le cogió la mano cuando ella alguna vez se la había tendido, en sus últimos meses de entradas y salidas del hospital. Es su manera de intentar huir del dolor; no sabe otra. Llegó y se sentó. Nada más.

Epílogo

Ves, mamá, como te equivocabas. “Sin mí, no durará mucho”, solías decir. Ahí sigue, desprovisto de la fuerza bruta que hacía valer, no es más que un viejo que reclama atención y que sabe que ya no puede hacer la suya. Y, el caso es, mamá, que cuando muera, le lloraré.

Me quedo con  nuestros tres últimos días de abrazos y besos. Nos despedíamos. De vez en cuando, tú me apartabas porque te abrazaba demasiado fuerte y necesitabas respirar. A los pocos minutos, cuando recuperabas unas migajas de fuerza me volvías a tender la mano, que yo cogía entre las mías, y nos mirábamos a los ojos, sin decir palabra, pero diciendo mucho con el corazón y entendiéndolo todo. Ese recuerdo siempre ha sido un bálsamo para mi alma. En realidad, me quedo con todo. Porque ese todo forma parte de mí.



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