La he visto por casualidad. Ni la
buscaba, ni pensaba, ni me acordaba. Pero, la he vuelto a ver después de siete
años, la foto del grupo de una cena que se organizó no muy lejos de aquí, y
supuestamente por mí. Para el “reencuentro”. Como cualquier otra buena razón
para que viejos amigos del colegio y del instituto se reúnan.
Y, todo esto por una foto que no
me he encontrado en una caja de zapatos, de las que tienes que ir a buscarlas
expresamente para mirarlas. Me la he encontrado de frente en el ordenador, la
foto digitalizada.
No fui, ni a la primera ni a la
segunda, porque fui cobarde conmigo misma. Sí. Cobarde.
Fue en mayo, y puse la típica excusa
de que me encontraba un poco indispuesta. De hecho, lo estaba, casi enferma de melancolía.
Y, pido perdón. Pido perdón por
no haber sabido superar por unas horas el dolor que me provocó que se abriera
una cicatriz, de esas olvidadas por el tiempo.
Y, pido perdón porque volví a ser
cobarde unos meses más tarde, en diciembre, cuando tampoco asistí a la reedición
de la cena. De la primera había sido absuelta con el típico “no te preocupes”, “ya
habrá más ocasiones”, “dentro de unos meses, “lo importante es que te mejores”.
No fui capaz. Hoy lo puedo decir,
hoy os lo puedo decir a los que fuisteis a la primera, a la segunda y a la dos,
con la excusa de volver a ver a esa niña que se fue demasiado lejos, demasiado
pronto.
¿Cómo surgió?. Quizás algunos os
estéis preguntado (o no). ¿Por qué le doy tanta importancia?. Pues, casi por
el mismo motivo que ahora escrito estas
líneas. La era digital. Las redes sociales.
Os propongo un ejercicio mental
de lo que supuso en su momento: podías volver a conectar con ese viejo amigo o
amiga al que habías perdido la pista. Tú aquí, yo allá, el otro ni se sabe.
Tanto no se sabía que me le encontré virtualmente en México. Que ahora los estudios,
las carrera. Uy! Exámenes. Trabajo. Casa. Uno se casó. Otra se divorcia. Que un
hijo, que trillizos. Paro. La vida que pasa.
Amigos de aquella primera cena de
mayo de 2011, y de la segunda de diciembre. Antiguos compañeros de clase. De
esa edad en que la amistad se pronuncia de otra manera y que nada ni nadie
podría, siquiera, ajarla, cómo os podría hacer llegar la ilusión que sentí cuando os encontraba uno a uno por
Face; cómo os podría explicar el vuelco que me daba el corazón de alegría.
Después de chateadoras
conversaciones con unos y con otros, pasó lo que tenía que pasar. Alguien, con
toda la buena fe, y mejor voluntad del mundo, propuso reunión. Cena, ¡qué mejor!.
Y, como negarme. Al contrario, al principio también hice mis preparativos. Cómo
es lógico todos vivían (y viven), en un radio de pocos kilómetros de distancia.
La más alejada era yo (como siempre), por lo que quien tenía que desplazarse, “bajar”,
era yo.
A medida que se acercaba la
fecha, el día de ir a la ciudad, me fue entrando una congoja, una tristeza, un
desánimo, una opresión en el pecho, que fueron en aumento hasta la misma noche
en que estaba prevista la cena.
Cuando me mandasteis la foto del
grupo, lloré. Lloré de tristeza por los años robados. De pensar que aún
guardabais un recuerdo mío. ¡Dios mío!, ¿quién soy para eso?. No estaba
preparada para afrontar el simple hecho de volver a ver a gente que había
formado parte de mi vida, y que para mi sorpresa, yo aún formaba parte de sus recuerdos.
No lo estaba.
Mi conciencia trataba de
tranquilizar a la cobardía diciéndola que a esa cena, y la otra, hubierais ido
igual, conmigo o sin mí. Que alguno tal vez ni se acordaba, pero le había llamado
el amigo del amigo y, ¡por supuesto que se apuntaba!.
Y, claro, que cenasteis igual,
explicasteis anécdotas, reísteis, comisteis, bebisteis, estuviera yo o no. Daba
igual que no hubiera ido.
Más cobarde fui cuando,
amablemente, disculpasteis mi ausencia, y nos emplazamos para Navidad. ¡Claro
que iría!. ¡Por ocasiones no faltarán!. Sabía que mentía, porque me volvió a
ocurrir lo mismo. Volvía a hacer lo mismo, deje que mis viejos fantasmas
ganaran. Volvía ser cobarde. En el fondo, sabía que tampoco asistiría, y por
las mismas razones.
Os pido disculpas a los que estáis
en la foto, y a los que no estáis en ella, por no haber sabido ganar mi batalla
contra fantasmas de mi pasado, inexistentes, pero que se pueden volver tan
reales que te paralizan con pensamientos del tipo “no importa”, “pon una excusa”,
“los que vayan, irán igual”, “¿tú quién te has creído que eres?”.
Esos fantasmas, y ese acongoje,
ese miedo, estaban ahí porque yo les dejé salir. No supe ganarles. Ésta era una
de las batallas que debía ganar en mi interior. Hace siete años pensaba que lo
estaba, pero me equivoqué. Por eso, ahora os pido disculpas.
Gracias por ir, y espero que
fuera dos grandes noches.